Jose Manuel Georgio González: sangre de reyes

El día que nació, las estrellas, siempre tan caprichosas a la hora de regalar dones, se saltaron la cadena de sucesión, para no darle oro a su garganta. Su padre es José de la Tomasa. Y por abuelos tuvo a Pies de Plomo y a La Tomasa, la gitana que le cantaba a los pucheros cuando los cocinaba en su casa de San Jerónimo para que estuvieran más ricos. En una dinastía con más claveles en su blasón que flores de lis en el escudo de un grande de Francia, José Manuel se quedó con la flor de la pasión flamenca, que la tuvo siempre a mano en su casa y en la de sus abuelos. Lo curioso es que, siendo José Manuel Georgio un olvidado de las estrellas, la sangre de reyes del arte que le viene de familia, se la transmitió a su hijo Manuel de la Tomasa, hoy por hoy, una más que prometedora figura del cante. Así que, como cuentan por la peña Torres Macarena, el arte le pasó por alto, yendo del abuelo a su nieto Manué, en un salto de genética flamenca que a él no le sorprende. Porque asegura que el flamenco es su casa. Y él un jartible de la jondura desde que era chiquitito. Su padre José, cuando tenía que ir a Barcelona, por ejemplo, a participar en algún certamen de cante, cogía el coche en la Macarena y no paraba hasta verle el brazo estirado a Colón en Barcelona. Desde la Macarena a Barcelona del tirón, escuchando en el radiocasete las voces de los más grandes. Estaba tan abducido por la flamencura que su padre le embulló y en su casa era de obligado cumplimiento cada fin de semana una fiesta, hasta el punto que, José Manuel Georgio no tenía en su cuarto el poster que los chavales de la época pegaban a la pared: el de Michael Jackson. Tenía las fotos de su padre y otras de Manuel Torre, la fuente pura del agua bendita de la dinastía. Se cantiñea, se atreve con una soleá en las horas de magia con los amigos, pero de ahí a ser un artista asegura que hay un mundo. Un lejano mundo que él vive, goza y bendice, pero que no es suyo. Su infancia son los recuerdos de la casa de los abuelos y de las noches en la peña Torres Macarena. Donde iba con su padre José a escucharlo cantar y se dormía cuando la fiesta se anchaba en los límites del madrugón. Y en casa de los abuelos, las fiestas se calentaban al compás de las perolas de la abuela Tomasa, durando un fin de semana enterito, con ocasiones incluso para que Pies de Plomo y su nieto José Manuel se escaparan para ir a cazar pájaros… Un jartible del flamenco no nace. Se hace. Y ya ven la escuela que tuvo José Manuel Georgio. Una escuela de alto potencial pedagógico. No se recuerda jugando al fútbol en una plazoleta. Pero sí tiene muy presente las muchas veces que, en Semana Santa, con los amigos en pandilla por las calles de la ciudad, cambiaba los planes del grupo para ir escuchar a su padre cantar desde el balcón de Álvarez Colunga o a que le temblaran las canillas en la entrada o salida de Las Siete Palabras donde lo llamaba Juan Salas Tornero. Pero en ese tema de Semana Santa, donde la voz gitana y pura de José de la Tomasa, era capaz de quitarle al gótico severo de la Catedral para convertirla en la canela de una saeta gitana; digo que en ese tema de la semana santa, cuando de verdad sintió lo inexplicable, lo que te levanta cordilleras de emociones en el corazón y no sabes subirlas ni bajarlas, fue cuando yendo debajo del paso del Manué, en el costero izquierdo, a la vera de Rafael Gordillo , su padre dejaba el jarrillo de lata y el cántaro de barro para cantarle al señor de los Gitanos. Ese impacto, como una mascá de amor en el alma, no sabe explicarla. Y se comprende. El corazón está hecho para soportar muchas cosas. Pero como esas, ninguna… A José Manuel le dio la vida el príncipe heredero de su padre como cantaó. El niño, desde pequeñito, Manuel de la Tomasa en los carteles, destilaba maneras para el arte. Y su padre lo llevó a la escuela taurina de Camas, con Fernando El Almendro, para que aprendiera a expresarse con un capote de grana y oro. Y el niño no tenía malas hechuras. Ninguna, vamos. Tal es así que, un día, Jose Antonio Campuzano, en la venta El Mati en el Ronquillo, vio que en el ordenador del local tenía una foto del chaval dando un pase. Campuzano le preguntó al Mati quién era ese niño. Y se lo dijo. El maestro llamó a Jose Manuel y le expuso que quería verlo torear en el campo. Lo llevaron y el niño estuvo cumbres mayores. Ahí fue donde el padre, con la jindama haciéndole pasar una película instantánea en su mente de los peligros a los que se exponía el niño, decidió retirarlo del becerrismo y canalizar sus inquietudes por la guitarra. El niño se le acharó. Y le dijo: tranquilo que el arte te saldrá por otro lado. Y le salió en la escuela de flamenco de Eduardo Rebollar, en Rochelambert. Su primera guitarra se la regaló su abuelo. Y parece que allí, al niño le salió de la barriga, todo los que llevaba oído, vivido y gozado en las peñas y con su abuelo en La Norte Andaluza. Fue para el chaval como un déjà vu, la plasmación real de algo que ya había vivido. Un día, Juan José Amador, el profesor de cante de la Fundación de Cristina Hereen, le preguntó a José de la Tomasa si había oído cantar al nieto. Extrañado, le dijo que el niño tocaba la guitarra. Y Amador le insistió: tu nieto canta para reventar las esclusas del río. Llevaron al niño a la clase del abuelo a que cantara, con mucha vergüenza colgándole de la cara al chaval, y Amador le pidió que probara con una soleá. Antes de que terminara, el profesor de guitarra le dijo: Hazle caso a tu tito. Mete la guitarra en la funda y se la das a los japoneses. Que tu don es el cante, el de la estirpe de los Torre…Y es así como un jartible sin oro en la garganta es capaz de prolongar la dinastía flamenca de los Tomasa, esa sangre de reyes, en un chaval que iba para torero y que guardaba en su voz la legitimidad de una leyenda…