El Grec abraza a la poesía y el absurdo para espantar el miedo al coronavirus
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Porque ahí estaban, fosilizados en el centro de la pista, Camille Decourtye y Blai Mateu, directores de la compañía Baró d'Evel y encargados de inaugurar anoche la edición más atípica, singular y desconcertante del festival de verano de la ciudad. Inmóviles como dos figuritas de Lladró, Decourtye y Mateu esperaron a que todo el público estuviese instalado en unas localidades entre las que mediaba un abismo de plantas y enredaderas para, ahora sí, abrazar el movimiento y desconfinarse hasta las últimas consecuencias.
Trozo a trozo, pedazo a pedazo, la pareja fue desprendiéndose de capas de cerámica que cubrían sus cuerpos y, pese a tratarse de un recurso ya utilizado en otros espectáculos, no cabía imaginar ayer mejor manera de estrenar curso artístico post-confinamiento. Liberación y derrumbe para meterse en el bolsillo a las cerca de 800 personas, la mayoría autoridades y trabajadores de servicios esenciales, que llenaban el Teatre Grec y tomar el relevo desde el escenario a esa coreografía de mascarillas, distancias impuestas y acceso escalonado a la que nos ha abocado el coronavirus.
«¡Qué bestia!», que diría (y de hecho dijo) el payaso Tortell Poltrona, padre de Mateu y uno de los invitados a una gala de alto voltaje poético, narrativa algo fragmentada y poderoso complemento musical. De hecho, la alianza entre Raül Refree y la fadista Lina dejó temblorosos picos de intensidad como «Medo» y «Destino», cumbres emocionales de una noche en la que también brillaron los arrebatos plásticos de Frederic Amat y las intervenciones de Rita Mateu, hija de la pareja de directores que, con apenas seis años, brilló (y cantó) como una electrizante centella.
A su lado, Camille Decourtye y Blai Mateu, auténtico centro de gravedad permanente del montaje, exploraban cada movimiento y exprimían el absurdo para espantar los miedos a base de piruetas coreografiadas, bufidos cómicos y un éxtasis de gritos y chillidos tras el que el público se quedó la mar de descansando. Ello fueron, de hecho, los únicos que se tocaron en este espectáculo bautizado como «¡A tocar!» al que que quizá le faltó algún hilo conductor más y le sobraron casi todas las palabras; esos discursos henchidos de moralina y realismo excesivo con los que Poltrona y la actriz Inma Colomer quisieron poner voz a lo que no necesita explicación.
Porque, puestos a decir, dijo más ese «no somos nada» que el payaso hizo cantar al final del espectáculo que todas las interpelaciones directas que llegaban desde el escenario. Será que donde hay magia sobran las palabras.