Dos topografías de la barbarie

Mis mayores eran jóvenes cuando nací el 5 de enero de 1960. Mi madre tenía 22 años, mi abuela Ramona 43 y mi bisabuela María 66 el día en que llegué al mundo en la calle Tapiolas del Pueblo Seco. En las tardes veraniegas mi abuelo Domingo me contaba cosas de la guerra que yo escuchaba boquiabierto. Su relato republicano contrastaba con el testimonio crítico de mi bisabuela. Esa doble versión me fue muy provechosa para evitar sectarismos y cultivar ese concepto hoy manoseado por la progresía nacional-populista: la empatía. Del largo verano del 36, mi bisabuela recordaba el rumor de los autos confiscados por la FAI trasegando de madrugada a hombres en pijama que acabarían baleados en Can Tunis. Entre lo que escuché en aquel cuartito, oscuro y diminuto, los sufrimientos de aquellos días de marzo del 38, cuando la aviación fascista se encarnizó sobre Barcelona. Ante el estruendo de las bombas que amenazaban con arrasar el barrio, mi abuela cogió a mi madre de poco más de un año y se fue con otros vecinos al refugio antiaéreo 307, al final de la calle Nueva (así llamada entonces). Mi bisabuela María había reunido unos garbanzos y cuatro bledas para componer un potaje y tenía la olla en el fuego. «¡Madre, no se quede aquí, véngase al refugio como todo el mundo! ¿No ve lo que está cayendo?», le apremió mi abuela. Pero mi bisabuela María no estaba dispuesta a malograr el condumio, ni el carbón… Se quedaría velando el fuego: «Me iré de este mundo cuando lo quiera Dios, no cuando lo quiera Franco», le espetó con cristiana determinación. De las bombas que cayeron entre diciembre del 37 y las vísperas de la entrada de las tropas franquistas en enero del 39 dan cuenta pormenorizada Laia Arañó y Mireia Capdevila en Topografia de la destrucció, censo de los bombardeos que publica el Ayuntamiento de Barcelona y la Fundación Carles Pi i Sunyer. A partir de los documentos de la Junta Local de Defensa Pasiva y los fondos fotográficos de la aviación italiana, entre otras fuentes, las autoras han unificado datos para calibrar en toda su magnitud la destrucción de los bombardeos. La cartografía y las afectaciones de las incursiones aéreas se complementan con fotografías, planos manuscritos, extractos de prensa y recuerdos personales. El año más aciago, 1938, más de mil quinientas víctimas. Los días 16, 17 y 18 de marzo, cronología infernal para la población civil. Son los de la bomba que cayó el 17 sobre un camión cargado de trilita y que, por esa multiplicación explosiva, pulverizó la manzana de Gran Vía-Balmes. El momento de la muerte de Julia Gay, la madre de los hermanos Goytisolo, recordada por Juan en Coto vedado y por José Agustín en el poema Donde tú no estuvieras. Al retornar del refugio, tras el apocalipsis de las bombas, mi abuela se reencontró con mi bisabuela: impertérrita y silenciosa con el cocido a punto. Mi bisabuela murió en 1970 mientras dormía: Julio Iglesias cantaba «Gwendoline» en Eurovisión. Al margen del indudable valor documental de su trabajo, a las autoras de Topografia de la destrucció -como a los muñidores de la llamada «memoria histórica»- les pierde el sectarismo cuando titulan «esperando a los bárbaros» el capítulo sobre los últimos bombardeos del 39. Es aquí cuando la empatía brilla por su ausencia. ¿Los más de ocho mil muertos en la retaguardia republicana no fueron barbarie? ¿Para cuándo una ruta tan prolija como el libro que nos ocupa sobre la red de checas que dirigía el SIM (Servicio de Información Militar)? Repasemos el nomenclátor: Zaragoza, 77; La Tamarita de paseo de San Gervasio; Ganduxer, entre Vía Augusta y Modolell: el Seminario Conciliar de Diputación, 231; el Preventorio D de Vallmajor, con las celdas psicotécnicas de Alfonso Laurencic; Muntaner, 321, central del SIM; Anglí, 46; el convento de las Clarisas en San Elías; el Círculo Ecuestre de paseo de Gracia, entonces Casal Karl Marx; los sótanos del hotel Colón en plaza de Cataluña; el Palau Macaya de paseo de San Juan, 104; Puerta del Ángel, 24; Palacio de las Misiones de Montjuïc; la avenida de Vallvidrera, 10; el bar Términus de paseo de Gracia, 54… Eran tiempos en que el registro de la morgue del Hospital Clínico aparecía repleto de muertes cuya causa común era por «hemorragia». No estaría de más, en nombre de la empatía, poner el mismo celo historiográfico institucional en rememorar a los 63 prisioneros -tradicionalistas, en su mayoría- asesinados en el foso de Santa Elena del castillo de Montjuïc el 11 de agosto de 1938… Entre ellos, Ignacio Trías Bertrán, 19 años, pariente de Xavier Trias. Sería una mirada complementaria sobre la «topografía de la destrucción»; otra versión de la barbarie, tan poco grata a la orwelliana izquierda consistorial.