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Апрель
2022

Cuando canta la perdiz

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Abc.es 
La naturaleza está viva. Charles Baudelaire explicaba en Correspondencias que la Naturaleza es un bosque de símbolos y que, si escuchamos bien, nos habla. En uno de sus paseos por los acantilados de Duino, Rainer María Rilke sintió cómo la savia de un olivo de las laderas salvajes se fundía con su sangre. Juan Ramón Jiménez quiso nombrar su alma en la eternidad infinita e innombrable del océano.  Hay un amanecer -siempre la claridad viene del cielo, es un don- que llega e inaugura los campos, los pinos, las casas y que regresa al hombre sin por qué y lo despierta. Las cosas laten a nuestro alrededor, el mundo es temblor a nuestros pies y la naturaleza viene a colarse sin preguntar en nuestros ojos, en nuestras venas. Lo que sentimos dentro de la boca en su presencia es el asombro, el lenguaje.  «Pozo-Lorente es, ante todo, un estado elevado del alma. (…) Es pisar sus calles y echar a volar el alma, volverse loco de amor por algo que nadie sabe. Y para qué saber. Estamos bien así, sabiendo poco y disfrazando nuestra ignorancia con conocimiento».  Desde el prisma de quien mira para ser y estar, el poeta de Pozo-Lorente (Albacete) Constantino Molina, autor de libros como Las ramas del azar (Premios Adonáis y Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández), Silbando un eco extraño (Premio Alfons el Magnànim) o Cingla (Premio Hermanos Argensola), nos entrega ahora el relato de su vida vivida en la estepa albaceteña: El canto de la perdiz roja en interior (Sr Scott, 2022).  El fragmento y la discontinuidad hacen hervir este diario. En tiempos en que apenas miramos o en que miramos sin ver, este libro es un contraveneno: nos enseña de nuevo a mirar lo sórdido y lo excelso, lo habitual y lo extraño. Desde un gran angular.    «Ya en lo alto, sentado sobre la roca, contemplo la llanura que se extiende desde la ladera del Poncho hasta más allá de donde alcanza mi vista (…). Asisto a un Rothko de unas dimensiones gigantescas, de unas dimensiones agrarias».  Como esos almendros que han sido dejados de la mano de Dios en un solar y que, descuidados, cada año aparecen con nuevas ramas, con flores blanquísimas, este «canto de la perdiz» crece en fragmentos y ramas, que en el desorden de la savia y al azar van desgranando una historia. Las ramas de este azar nos brindan instantáneas de un paisaje y un mundo que tiene algo de paraíso ya perdido, algo de mundo rupestre, algo de nostalgia y de delirio («Una vez tuvimos una liebre albina en casa»), algo de desgarro. No podemos evitar, sin embargo, sonreír o reír a medias en muchas de las páginas. Lo bizarro y lo hermoso conviven aquí como hermanos carnales.  Es esta una obra de aprendizaje. Como en las novelas de Miguel Delibes, como en Viaje a la Alcarria de Cela o Castilla de Azorín, regresamos no a una España vacía, sino a una España llena de sensaciones y memoria.   Servido en forma de secuencias adictivas, a veces narrativas, a veces líricas, a veces reflexivas («Nada se dice desde la tristeza. El dolor nos deja mudos»), a veces satíricas, entre la fascinación y la ironía, en este diario nos damos de frente con el hombre en estado puro. Las escenas se suceden con vértigo y las anécdotas vienen a mostrar un mosaico de la vida. Los personajes pasan su tiempo en el fondo inmenso de Tiempo y están ahí y en su estar dan testimonio de una existencia elemental: el fuego, el aire, la lluvia, la tierra. Posiblemente esto sea vivir: radical, puro, sin aditivos. Como la nieve que cae y que cambia imperceptiblemente el paisaje.  «Levanta la mano, estira el cuello hacia arriba, hacia el cielo azul de la mañana moteado de tordos y alegría, y no pronuncies ni una palabra». Entre Turner y Rothko y Goya y Miguel Delibes, el narrador va deshilando una madeja. Una de esas hebras, la principal, es su padre. Otra de esas hebras es la literatura, vista de forma vehemente (los 'zamarros' del mundo literario) o desapasionada, como desde el understatement. Otra es la vida en Madrid. Otra de esas hebras es el Bar de los jubilados, aleph y maëlstrom de las gentes del lugar.  Otra de esas hebras es la poda: largos hilos adelante reconociendo en el surco un corte de sarmiento del año anterior que tuvo que cortar su padre y oyendo a los cuervos o las urracas.  «En la viña, mientras podo junto a mi hermano, nos envuelve un concierto de arrendajos. (…) Es techno ornitológico. Parecen estar irritados por nuestra presencia».  Sin excesivos misticismos, sin mareas espirituales orgiásticas, sin trascendencias cósmicas, Constantino Molina nos enseña desde sus ojos, desde la hermosa ignorancia, un mundo:  «Esta tarde, en uno de esos paseos por el monte, me encontré con una piedra que parecía un hígado fosilizado».  Atiende en estas secuencias biográficas a la cotidianidad de la vida a su alrededor y a ese otro mundo privado que canta como si la vida le fuera en ello. Porque este pedazo de España, en la Manchuela albaceteña, en la Espartaria de Heródoto, árida, mesetaria, atravesada por cicatrices que han dejado los ríos y sus hoces, inflamada de monte bajo y cerros, es una España llena de vida. Una vida muy antigua, se podría decir. El interior de España ha mantenido, en esencia, hasta hace muy poco, las formas, las costumbres, las emociones de los tiempos de Horacio y Virgilio. La Historia se ha quedado aquí agazapada en su madriguera. Todo parece pasar a cámara lenta ante los ojos. Un travelling por las callejuelas de siempre, por la gente de siempre, por las viejas costumbres y las viejas pasiones.  En el Delta del Mississippi, Faulkner detiene el tiempo de esta forma. Clavar un momento en las palabras. Así recoge Constantino Molina el tiempo, desde un amor doble: al paisaje y al padre. Quizá tengan sentido en sus páginas las palabras de Robert Musil: «El arte es amor porque el único medio con el que contamos para embellecer una cosa o una criatura es amarla».  Era costumbre aquí, tal vez un resto prehistórica, guardar las perdices en el interior de las casas para protegerlas de los elementos, de las zorras. Se usaban como reclamo de otras perdices. A veces se colgaban las jaulas en las cámaras, otras en la propia vivienda. Allí cantaban tan alto como fuera necesario para competir con las noticias de la televisión o la retransmisión del partido de fútbol.  Tener una buena perdiz era tener un tesoro. Estas cosas no se aprenden en la escuela.  Esto así, criarse en los pueblos fue privilegio del que gozamos unos pocos y que se queda como rastro indeleble en la mirada. Se acendra aquí el «instinto de pertenencia a algo». El pequeño mundo de los pueblos era un mundo brutalmente hermoso. En El canto de la perdiz roja en interior Molina dice esa brutalidad y esa belleza, como el pintor que recoge un paisaje y sus latidos, como quien busca la maravilla rupestre de las emociones primarias.   «Por fin la lluvia. Después de días de apego por la música, sin parar de escuchar a Monteverdi y Camarón (…) sobre el tejado suenan las gotas que caen desde el cielo. Hoy este silencio con notas de agua se convierte en la mejor música. La única música».  Stendhal hizo de los gestos y el silencio una exploración espiritual. Madame Bovary y Léon Dupuis incendian de deseo un carruaje que va arriba y abajo por la calle, sin más desvelamientos. En El canto de la perdiz roja en interior, es importante lo que se dice y, más si cabe, lo que se calla. Alguien pone un día, sin darse cuenta, un plato de más sobre la mesa.





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