De turquesa y oro apareció Antonio Ferrera en la soledad inmensa del ruedo de Madrid. Un torero a solas con su destino frente a seis toros. Y no de una ganadería cualquiera: los adolfos de la V de la victoria aguardaban en chiqueros. Pero no hubo glorias que cantar en un sexteto que transcurrió entre sombras y luces, entre la oscuridad de una espada desatinada en los momentos que más necesitaba afilarse y la fugacidad de las fantasías de Antonio Ferrera. En los laberintos de Alicia, sin apenas país de las maravillas, se quedó su encerrona en el Templo. No regalaron nada los deslucidos grises, que no rompieron hacia delante, aunque algunos permitieron estar. A secas. Otros no estaban ni para ponerse, pozos secos en la muleta. Pero aún así, el veterano matador resolvió con profesionalidad y dignidad, con su personal manera, mientras sonaban más ovaciones para los de plata que para el de oro.
Herido en su orgullo torero y dispuesto a pintar un cuadro sobre el tapiz vacío, atendió el grito de guerra de un aficionado mientras el último adolfo rehuía la pelea: «¡Antonio, pide el sobrero!» Y así lo hizo, como en la famosa Beneficencia del maestro Camino. Uno de Pallarés, bien hecho y bueno, asomó por chiqueros. Con la paliza en lo alto tras dar muerte a media docena -sudaba tinta china pese a la fría anochecida-, cogió ahora los palos, mientras ‘Bonarillo’ se arrancaba como un obús. Fantástico el tercio, compartido con su cuadrilla, de sombrerazo las tres horas -con cogidas de terror a Ferreira y Montoliu-.
En la espera del tardío triunfo, la gente se frotaba las manos y aplaudía cada encuentro de Ferrera con el noble ejemplar de Pallarés. Se gustaba el extremeño en los muletazos, templados unos, más escenificados otros. Con listeza lo oxigenó y dibujó unos naturales. Un silencio de expectación se adueñó entonces de la plaza como nunca durante su cita. Era el alma la que toreaba. Arrebatado, miraba al toro y a sí mismo, en una lucha interna por no irse en blanco. Sabedor de que tenía la oreja en su poder, se tiró a matar y volaron los pañuelos blancos. Desbocado, pidió el octavo y así se anunció por megafonía. La tablilla exhibió el DNI del siguiente obsequio, ‘Romano’. Pero al minuto la misma voz rectificó: «El reglamento no contempla un segundo sobrero». El torero miraba al usía: «Yo lo pago, yo lo pago», decía. Y el público, con ganas de fiesta, se encaraba a la presidencia: tremenda la bronca, al compás de una lluvia de almohadillas, mientras el protagonista insistía en que el controvertido regalo salía de su bolsillo. Inenarrable lo sucedido, cercano al esperpento.
Entre maldiciones a la ley y ovaciones a Ferrera se remató la noche, que se había estrenado con un fino cárdeno, en el que mostró su faceta de lidiador, como haría en los siguientes, intentando lucir a los toros en varas e incluso haciendo que el piquero que guarda puerta se metiese para dentro en medio de cierta división. Así sucedió en el segundo, de imponentes velas y con opciones de tocar pelo dentro de sus complicaciones. Fue un capítulo emocionante, con Ferrera en estado puro, pero la estocada se cayó. El acero le privó de un posible trofeo en la faena descalza al quinto. Nada se remató. Hasta el remate final: el regalo ya contado y el (surrealista) no dado.
Ferrera, con la oreja del sobrero