El problema de «Roma», el film de Alfonso Cuarón, no es que, como en el neorrealismo italiano, importen más las expresiones físicas y los silencios que la trama, y que si se suprimiera el audio nada cambiaría. El problema no es la denuncia social algo anticuada porque con denuncias sociales se hacen portentos, como «Los olvidados» de Buñuel, de la que hay aquí algún eco. El problema de «Roma» no es que haya burgueses prósperos e indígenas pobres a su servicio porque con esos materiales de la vida verdadera se puede crear verdades artísticas. El problema no es que el film sea esencialmente una secuencia de planos perfectos en blanco y negro, pues así se pueden construir grandes narraciones (le oí decir una vez al cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro que la prosa de García Márquez, a quien admiraba, era como una pared de ladrillos: una superposición de frases absolutamente perfectas).
El problema de «Roma» no es que sublime la pobreza y caricaturice a la burguesía, pues hay sensibilidad y ternura en algunos personajes burgueses, así como egoísmo y crueldad en otros de baja clase social, como el cabrón que traiciona a Cleo, la empleada doméstica que protagoniza la película. El problema no es que Cuarón escarbe en la memoria de sus heridas, es decir imágenes, de infancia (¿no es el arte en parte eso mismo?).
El problema no es que la distribuya Netflix, virtud que agradecemos los espectadores; será delicioso, si le dan los varios Óscar que pronostican por ahí, ver a la industria de Hollywood, que denosta tan obsesivamente a las nuevas plataformas de distribución, caer en la contradicción definitiva de coronar al enemigo.
No: el problema, el verdadero problema de «Roma» son los críticos y jurados que han decretado que es una obra maestra absoluta por razones que uno sospecha que tienen menos que ver con los méritos que con el «zeitgeist»: ese espíritu de los tiempos con el que encaja tan milimétricamente el feminismo de la película, su renuncia a los grandes presupuestos capitalistas para acaracolarse en la intimidad -es decir la «autenticidad»- del autor sin importar los circuitos cinematográficos enajenantes, su apuesta por una actriz no profesional y su aire a poesía que redime a los explotados embelleciéndolos. No tengo la menor idea de si Cuarón (o su subconsciente) pretendieron darnos una obra a la medida de los tiempos y en cualquier caso su formidable dominio de la fotografía cinematográfica nos ofrece una bonita película. Pero los apologistas bien pensantes están retorciéndolo todo a tal punto que corremos el peligro de ser estafados incluso quienes creemos que «Roma» está bien.
Las obras maestras tienen algunas particularidades que «Roma» no comparte con ellas. Quizá la primera es que sobreviven en nosotros mucho después de leerlas o verlas. «Roma» y sus bellos planos en blanco y negro se desvanecen apenas termina el film porque hay en ellos más estética que profundidad. Una segunda particularidad de las obras maestras es que el todo suma más que las partes; en «Roma» la bella secuencia de planos se agota en sí misma. Una tercera es haber pasado la prueba del tiempo. Es pronto para saber si «Roma» la pasará, pero dudo que en el futuro sea ampliamente considerada superior a «Y tu mamá también» o «Children of Men».
Sospecho que Alfonso Cuarón verá con distancia irónica la hagiográfica recepción de su película. Al cineasta le sobra humor (como lo demuestra la escena con el instructor de artes marciales) y proviene de un país excesivo que contribuyó imperecederamente al melodrama del siglo XX, pero al que con frecuencia mira desde afuera.