Mi viaje al interior con Covid19
Para mi abuelo Miguel, “El Chato”, Don Julio, Diana Tapia, Javier, el señor Agustín, y todos los que no podrán ver el fin de esta travesía
Cuando leí "positivo" hace unos días en el resultado de laboratorio me recorrió un hormigueo en el cuerpo. Finalmente, después de todas las batallas -y de guardar medidas de seguridad y aislamiento- estaba vencida y me había infectado de Covid 19, el virus que hasta ahora ha matado al menos a 122 mil mexicanos y a un millón 700 mil personas en el mundo. Leer esa palabra significaba iniciar un viaje del que nadie puede tener certeza del destino.
Aunque tengo condiciones que me hacían prever una recuperación favorable, si algo nos ha enseñado este virus es que no tiene palabra, y hasta al más joven y sano -como a mi querido amigo "Chato"- puede llevárselo sin pedir permiso.
Hasta "las sombras tienen sus poemas" escribió José Martí al conocer la Escuela Nacional de Sordos a finales del siglo XIX, y en mi caso tuve la fortuna de pasar el periodo infeccioso sin ningún síntoma físico: nunca me sentí mal, no tuve sueño de más, ni cansancio, ni temperatura; no perdí el olfato ni el gusto. Sólo perdí sí, un poco y especialmente un día, el ánimo.
Algunos estudios señalan que un porcentaje que ronda el 30 y 40% experimenta depresión durante el periodo positivo.
A estos factores habría que agregarle los externos, nuestra realidad, pues: solo durante mis días de recuperación dos personas muy cercanas perdieron a sus seres queridos por la enfermedad causada por el SARS-CoV-2. Hubo que mandar, otra vez, abrazos virtuales para apoyarlos. Otra vez encontrar las palabras para expresar el afecto, para guiar a la resignación desde el mundo de la virtualidad y el aislamiento.
Según las estadísticas, infectados o no, están experimentando trastornos de sueño, especialmente con marcados periodos de insomnio.
En Estados Unidos, por ejemplo, se calcula un aumento de 10% en los casos de depresión, en gran medida por las pérdidas de seres queridos y las económicas.
Apenas en julio, cuando murió mi abuelo, escribí en este espacio acerca de la importancia de no acostumbrarnos a decir "adiós". A luchar, a exigir a los gobiernos, y a la misma sociedad civil, que se cuide del virus, que se implementen medidas, pruebas masivas, monitoreos.
Ahora, cinco meses después, los adioses se arremolinan en el corazón y en el ánimo. Propio y ajeno.
Habría que explicar los efectos el ánimo también desde lo particular a lo general: desde el individualismo la soledad es un fantasma que se hace nítido y presente al momento de dar positivo. En algunos casos, como el mío, debía vivir con mi perro este periodo y enfrentarlo midiendo mis niveles y resolviendo problemas domésticos que se aminoraban gracias a la ayuda de familia y amistades que me acercaron todo tipo de insumos. También por prevención, ahora mismo hay miles de adultos mayores viviendo en soledad.
Y desde esta particularidad, desde el individuo, también rondan otros sentimientos como la culpa. Temor de haber infectado a alguien más -aún cuando siempre haya tomado las medidas sanitarias-, miedo de hacer daño.
En el "plot point" de la humanidad que ha sido esta pandemia prevalece la desconfianza hacia el otro, el posible "portador, contagiador, infectado". Todos desconfiamos de todos. Y con justa razón porque este virus no respeta edad, ni estatus social, ni educación, ni nacionalidad.
La vida se vive distinta desde hace meses: hay pesadillas, insomnio, incertidumbre y miedo a que le pase algo malo a nuestros seres queridos.
Desde este retrato particular de vivir el contagio y el aislamiento se describe cómo el sistema completo, el de la sociedad en lo general, también carga con un desánimo desde hace meses. Exacerbado, este sentimiento penetra la mayoría de los hogares donde la depresión puede empezar a crecer en un país donde tan solo el 2% del presupuesto de la Secretaría de Salud va hacia la atención a problemas mentales y psicológicos.
Tendríamos que ver una fotografía completa, desde arriba, desde muy arriba, para imaginar que viviremos en un país donde en muchas de las familias hace falta un miembro porque se fue anticipadamente por el Covid 19.
Tengo para mí que vivimos en ese momento, en esa frase cliché que es "la etapa más oscura de la madrugada porque va a amanecer", y las vacunas empiezan a aplicarse en algunos lugares del mundo. Muchos ahora tenemos anticuerpos. Pero en caso de que todo marche favorablemente, y se logre inocular a la mayoría de la población, habrá que atender ese otro saldo del que los científicos están advirtiendo, pero pocos gobiernos están atendiendo: el desánimo y la depresión. Al vacío emocional tras este difícil trance. La desesperanza que se quedó en muchas casas y que habría que empezar a aprender cómo sacar.
*Periodista de investigación. Coautora de Narco CDMX (2019) Grijalbo; y Los 12 Mexicanos más pobres (2016) Planeta y ganadora de la beca María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia