Clases virtuales de poesía

No pocos de mis estudiantes del Taller de escritura creativa que doy en el Iteso me cuentan de su angustia, desesperación o tristeza por el encierro en que vivimos desde marzo, y de la soledad, la necesidad de tocar y abrazar. Esta asignatura nos permite hablar de eso y más de la mano de escritores de todo el mundo y de todas las épocas. Grandes obras literarias son producto del encierro debido a virus pavorosos que diezmaron continentes.

La pandemia que azota al mundo nos ha obligado a los profesores a tratar de hacer atractivas las clases y suplir de alguna manera la presencia en el viejo y añorado salón de clases. Videos, documentales, canciones relacionadas con la literatura, invitados (como Abril Posas y Adrián Curiel Rivera). Puedo decir que en general los estudiantes responden con buen ánimo y algunos han escrito textos memorables, sobre todo las chicas.

Dos clases que los entusiasmaron más que otras son las que dedicamos a la poesía, ese género casi indefinible de la literatura. Hablamos de los remotos orígenes del lenguaje y del origen común de las artes en torno a una hoguera en una cueva o en un lugar a buen resguardo de fieras y de tribus enemigas.

En dos apretadas sesiones dimos un raudo repaso a un puñado de autores, desde antiguos poemas eróticos egipcios (como éste: “Oh amado. Qué dulce es seguirte en el río.../ y bañarme ante ti./ Quiero dejarte ver mis encantos a través del traje de las más finas telas,/ cuando esté mojado./ Yo entro en el agua contigo y salgo hacia ti con un pescado rojo bello en mis manos./ Ven, mírame...”); el Poema de Gilgamesh; hexámetros de La Ilíada y La Odisea (“El canto de las siernas”); el Cantar de Mio Cid, y en bruscos saltos en el tiempo, “La canción del pirata”, de José de Espronceda, tanto recitada solemnemente como cantada en rap por el grupo español Santaflow; un par de sonetos de Sor Juana; una pizca de Rimbaud, otra de Kavafis (“Ítaca”); Machado (cantado por Serrat); nueve haikús de Borges (“¿Es un imperio/ esa luz que se apaga/ o una luciérnaga?”); Gorostiza (“Elementos”); ah, Bukowski (“¿Así que quieres ser escritor?”); Castellanos (“Desamor”: “Me vio como se mira al través de un cristal/ o del aire/ o de nada”).

De Allen Ginsberg leímos la “Lamentación del sin techo” y les pedí que vieran la película Howl (Epstein y Friedman, 2010, hay una versión subtitulada en YouTube), con James Franco, en la que se narra la lectura el 7 de octubre de 1955 en la Six Gallery de San Francisco de este célebre poema: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura,/ hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo”. En aquella lectura estaba el editor Lawrence Ferlinghetti, quien le propuso publicarlo. En noviembre de 1956 salió Howl and Other Poems en la colección Pocket Poets de la editorial y librería City Lights. Dos años después un policía compró un ejemplar —no se sabe si por gusto o por encargo— y eso provocó el arresto de Ferlinghetti, quien fue llevado a juicio por obscenidad. El fiscal acusó al editor de haber publicado “conscientemente” y de vender un libro “indecente” que contenía palabras obscenas y que además carecía de valor literario. Durante el juicio argumentó: “Ustedes —el público— no querrán que sus hijos lean algo como esto”. Cinco meses después el editor fue declarado inocente y el libro pudo venderse sin restricciones.

En una de sus reflexiones sobre la literatura y la poesía Ginsberg dijo: “Hay muchos escritores que tienen ideas preconcebidas sobre lo que se supone que debe ser la literatura. Aunque sus ideas parecen impedir todo aquello que es más interesante en una conversación espontánea: su homosexualidad, su soledad, sus neurosis, sus tonterías, su vulgaridad o, incluso, a veces, su masculinidad. Porque piensan que van a escribir algo que suene como lo que ellos han leído antes, en lugar de sonar como algo propio o que venga de sus propias vidas”. También vimos el video de “La balada de los esqueletos”, en la que Paul McCartney acompaña al beatnik en la guitarra en un recital de 1995 en el Royal Albert Hall.

En ese apresurado recuento leímos fragmentos de Efraín Huerta (sí, sus poemínimos); Elena Garro y Octavio Paz; la finlandesa Eeva Kilpi, Bob Dylan (y por qué ganó el Nobel); José Emilio Pacheco (“Indeseable”: “No me deja pasar el guardia./ He traspasado el límite de edad./ Provengo de un país que ya no existe”); el extravagante inglés John Cooper Clarke y el fascinante estadunidense Stephen Dunn, además del soviético Yevgueni Yevtushenko (su estrujante “Babi Yar”), el poeta que llenaba estadios; la cubana Odette Alonso; Kyra Galván (“Diez B”: “Día tras día/ Entre nueve y media y diez en la oficina/

Esos licenciados que llegan coqueteando/ Gallos de pelea/ Jóvenes y con buen futuro bajo sus sacos a cuadros/ Se me quedan mirando cuando paso”), y para cerrar los tapatíos Ricardo Castillo, Ángel Ortuño y Xel–Ha López Méndez.

Hay poesía en medio del horror.