Lonchera
En Japón les llaman cajas bento. Las llenan con sus guisos tradicionales y tienen un encanto propio, además del importantísimo valor sociocultural que conllevan.
México no se queda atrás: el lonche tiene sus muy especiales vericuetos y conjeturas donde se mezclan casa, calle y trabajo. Mucho tiene que ver el oficio de quien carga la lonchera; el albañil podría ser el más notable, desde luego. Y a su alrededor se distinguen profesiones afines: veladores, guardias de seguridad, proveedores de material de construcción, choferes y la gente de limpieza. Sus loncheras son parecidas. Luego hay que meternos a la oficina para descubrir el muchas veces tenebroso mundo de los tupper; esos míticos recipientes de plástico que suelen contener abominaciones, pesadillas, organismos extraños nunca antes vistos por la biología y otras deformaciones culinarias. Y eso sin mencionar el pavoroso mundo de las dietas secretariales, apartado digno de otra discusión. Solo Dios sabe qué horrores se desarrollan en esos herméticos microuniversos.
En otro estrato identificamos a un grupo de empleados, cuyo ingreso es tal que ya les permite emanciparse tanto de la venerable lonchera como del ominoso tupper. Así remontan a las calles en busca de puestecillos de tacos y tortas, y luego escalan a fonditas económicas. Después, y de acuerdo a su posición en la nómina, entran a restaurantes de cadena y, finalmente, a sitios de gran prestigio (y grandes cuentas por pagar). El caso es que ellos ya no entran en el maravilloso mundo de la lonchera. A la mierda con ellos. Tampoco debemos concentrarnos en aquellas almas perdidas que compran comida precocida e industrializada, especialmente esa que se calienta en el microondas, como esa aberración de sopa de pasta que viene en recipientes de poliestireno con un sobrecito de especias con sal, colorantes y saborizantes en polvo. Quitémonos cuanto antes esta imagen de nuestras mentes.
De niño me mandaban a la escuela con una lonchera de metal impresa con motivos que iban desde un personaje de Disney hasta un superhéroe. Mi mamá se esforzaba por variar el menú, pero caía irremediablemente en la repetición. Cosa que nunca me molestó, pues la comida siempre era buena. Lo más divertido era la sorpresa; me abstenía de mirar el contenido hasta llegado el momento. De esa manera intentaba adivinar la selección de ese día. Así fue toda la primaria.
Con la secundaria las cosas cambiaron. Los salones estaban en un área distinta y allí había una cafetería. Entonces a casa llegó una notificación sobre la comodidad de pagar una mensualidad para alimentarnos en ese sitio. A mi mamá le pareció formidable: se quitaría de encima el tedioso ritual de la lonchera. Aunque debo aclarar que ella no cocinaba siempre; quien manufacturaba mi comida escolar era la cocinera de casa. En cualquier caso, ambas se deshicieron del problema.
Y con la comida de la cafetería, horrenda, macabra, siniestra, despersonalizada y crispante, vino naturalmente un cambio de actitud, de percepción de las cosas, pues la comida, con su circunstancia social y cultural, ejerce un influjo concreto y decisivo en la manera de comportarnos, y así genera un cambio contundente en nuestra cotidianidad. Porque con la cultura de la lonchera nos juntábamos en los jardines, sobre el zacate, a comer, a conversar, a convivir. Y era tal la interacción que implicaba no solo un intercambio de lenguaje verbal y físico, sino culinario, pues cada quien portaba en su lonchera la intimidad de su casa, sus secretos culinarios, su identidad, su historia. Comer en los jardines era un picnic.
En la cafetería, en cambio, la comida era siempre la misma. La hacían bajo una agenda semanal. El ambiente, saturado de un barullo indistinguible, nos hacía sentir como autómatas, piezas de una maquinaria diseñada para comer, vestir, trabajar, pensar lo mismo. Se perdía la individualidad y la libertad de estar al aire libre. Porque en ese comedor, comer se reducía a un acto meramente mecánico. Todo allí era horrible. Era la mejor fórmula para destruir la sensualidad, y para condicionar y tergiversar la socialización.
En la escuela teníamos dos recreos: el de las 10:45 y el de las 12:45. En el primero acudíamos a la tiendita y comprábamos comida chatarra y refresco. En el segundo migrábamos como ganado a la detestable cafetería para obtener una supuesta comida completa y nutritiva. Hoy esa distinción no existe; la comida-botana-tentenpié de todos los días mezcla la basura industrializada con alimentos desequilibrados y mal preparados. Eso sí: servidos en bonitos y bien estudiados empaques, triunfo de los mercadotecnistas y diseñadores gráficos. Mugrero pinche, al final.
Quizá las viejas y destartaladas loncheras de metal del pasado podrán revivir, y en ellas lograremos encontrar buenas y saludables recetas que nos conecten con nuestras tradiciones, con toda esa gente que nos alimentó y que ya no está. Puede ser, incluso, que logren devolvernos ese gusto por la vida, engrosada por el hastío mecánico, contaminado y paranoico de esta modernidad.
Abra su lonchera y déjese deslumbrar por sus secretos.
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