A los 96 años
Un buen amigo tuvo a bien circular el artículo de William Webster publicado en el The New York Times en días pasados, “Encabecé el FBI y la CIA. Hay una amenaza terrible para el país que amo”. Una lección cívica de quien fue director del FBI con los presidentes Jimmy Carter y Ronald Reagan y después de la CIA en los últimos años de Reagan y los primeros de George H. W. Bush. Solo él ha dirigido las dos instituciones. Un abogado, ex juez federal y quien denuncia con vehemencia la embestida contra el estado de derecho desde varios frentes en el gobierno de Donald Trump.
¿Qué mueve a una persona de casi 96 años a salir públicamente a denunciar la amenaza al sistema legal estadunidense? Admirable su claridad, su energía y, sobre todo, el rigor de su argumento. Muestra de la grandeza estadunidense. La tarea de cuidar la democracia, las libertades y el orden es de todos. Un anciano en los últimos años de su vida, del que se pensaría sus preocupaciones estarían en otras cosas, alza la voz para defender lo que cree y señala por su nombre a los responsables. Un hombre de Estado.
En México sucede lo mismo que en el gobierno estadunidense. El sistema legal y el democrático están amenazados. El presidente Andrés Manuel López Obrador privilegia el espacio de la moral sobre el de la legalidad. De allí las consecuencias: la ley sometida al sentido del Presidente de lo bueno y malo. La ley y la justicia se aplica con criterio selectivo. No se entiende que la responsabilidad primaria de todo gobernante es cumplir y hacer cumplir la Constitución y sus leyes.
Aquí se ha dicho con sobrada insistencia que el origen de muchos de los males nacionales, especialmente la corrupción generalizada y la creciente criminalidad, están asociadas a la impunidad. La delincuencia crece porque el Estado ha sido incapaz, y ahora indiferente, de llevar a la justicia a quien agravia a la sociedad con una conducta criminal. Los casos de extrema violencia no son sancionados. Ni antes ni ahora. En eso, que no es un tema menor, no hay cambio, las cosas siguen igual.
El Presidente supone que al ser un hombre austero, todo el gobierno ha transitado a la honestidad. Sin embargo, esto tampoco ha cambiado. La extorsión de autoridades persiste. El ciudadano y el empresario siguen pagando la cuota impuesta para trabajar y hacer lo suyo. Incluso, como el riesgo ahora es mayor, la corrupción en todos los niveles se ha encarecido. Los mexicanos no han cambiado. Son lo mismo, con sus fortalezas y debilidades, pero si quien la hace no la paga, es inevitable que persista el abuso y la venalidad. En breve, la corrupción no es un tema moral, es un asunto de estricta legalidad.
Llama la atención la complacencia pública respecto al deterioro de nuestro sistema de legalidad. No interesa. No se advierte que la ley es la protección más eficaz contra el abuso, así como el mejor sustento para las libertades y los derechos. De una manea o de otra, la embestida contra la ley es el signo de estos tiempos. Viene de las autoridades y también del corrupto, del criminal. Es manifiesto el fracaso del sistema gubernamental y el de justicia para proteger al inocente y castigar al delincuente. Como señala el abogado Webster, el orden protege a la libertad y la libertad protege el orden. En México no sucede ni lo uno ni lo otro. Así era antes y así es ahora.
En Norteamérica hay preocupación por la afectación al estado de derecho, como lo muestra el artículo de referencia. En México inquieta la ausencia de éste prácticamente desde siempre. En este gobierno somos testigos de un retroceso. La ley y la justicia al servicio de la moral del príncipe. Queda pendiente la gran transformación, la única verdaderamente trascendente y aspiración de los mejores mexicanos de siempre: el tránsito a un país de leyes.
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