El éxodo
El 25 de mayo de 1939 zarpó, del puerto francés de Sète, el célebre barco Sinaia, que atracó en Veracruz el 13 de junio con 1599 españoles a bordo, exiliados y exiliadas, a causa de la Guerra Civil. Hace 80 años de aquel capítulo que constituye, por el despliegue de energía y logística, y por la cantidad de operaciones de rescate, además de la del Sinaia, que se hicieron en territorio francés, el éxito más rotundo que ha tenido la diplomacia mexicana. A partir de entonces México recibió miles de españoles republicanos sin patria de los que ningún otro país, con la excepción de la Unión Soviética, que quería hacerse cargo. Aquel episodio causa desconcierto cuando se piensa, con mucha vergüenza, en la dureza con la que hoy se trata a los emigrantes en nuestra frontera del sur.
Unos meses antes de que zarpara este barco, a finales de enero de 1939, Thomas Faitg, un joven francés de 18 años, que trabajaba como secretario de la alcaldía de Prats de Molló, un pequeño pueblo francés que está muy cerca de la frontera española, empezó a llevar un registro, por escrito, del éxodo republicano que cruzaba el Pirineo y que no tenía posibilidades de embarcarse en un Sinaia, ni de irse a ningún otro país; la opción natural era Francia porque se podía llegar a pie.
El exilio republicano que llegó a México fue, en términos generales, exitoso, los refugiados fueron acogidos por la ciudadanía con tolerancia y con benevolencia por el Estado, lo cual no sucedía en Francia, el país vecino.
El registro del joven Faitg tiene poco que ver con los documentos legales que suele producir una alcaldía; se trata de una crónica, con ambiciones literarias, que hoy se lee como un fresco del éxodo republicano; este documento (Fin de la Revolution espagnole) permaneció dormido en el archivo de la alcaldía hasta que lo publicó, recientemente, el diario francés Le monde.
Prats de Molló, un pueblo de 2 mil habitantes recibió, durante febrero de 1939, entre 90 mil y 100 mil refugiados españoles (a todo México llegaron 25 mil); muchos de ellos llevaban carretas completas llenas de enseres y, sobre todo, vacas, burros, caballos y cabras que sumaban, según los cálculos de la alcaldía, entre 15 mil y 25 mil animales.
El alcalde asumió el compromiso de hacerse cargo de toda aquella gente que llegaba en un estado desastroso, después de caminar durante semanas, huyendo del avance de las tropas franquistas y sin haber probado alimento en muchos días. El entusiasmo y la solidaridad del alcalde pronto contagió a los vecinos del pueblo que, como primera medida, fueron a requisar todo el heno y la paja que había en las granjas de alrededor, para acondicionarles un sitio fijo a los animales, porque tener esa gigantesca manada suelta, deambulando por las calles del pueblo, complicaba la tarea de alimentar y vestir y, eventualmente, hospedar a toda la gente que iba llegando.
El 6 de febrero, nos cuenta el secretario Faitg, comienzan a llegar centenares de republicanos heridos, por una carretera que se había trazado a toda prisa con el fin de ayudarlos a salir de España. Los heridos, muchos de ellos moribundos, llegaban al pueblo como podían, ayudándose unos a otros, formaban una tropa miserable que provocó en el autor del documento este comentario: “Es posible que en el siglo XX se produzca semejante carnicería, que se permitan estas atrocidades; el corazón estalla al contemplar un espectáculo tan lamentable y muchos ojos derraman lágrimas silenciosas”.
Entre el 8 y el 12 de febrero llegaron a Prats de Molló 37 mil soldados republicanos, que fueron desarmados en la frontera, pero muchos, como constataron los vecinos unos días más tarde, habían ocultado algún arma, y esto, sumado al hambre y al nivel de hacinamiento que padecían los recién llegados, hicieron que el alcalde tuviera que ir personalmente llamando a la calma y tratando de convencer a los soldados para que entregaran las armas que habían escondido. Los refugiados dormían en la iglesia, en la escuela, en el hospital, y cuando ya habían llenado hasta escaleras y patios, los vecinos comenzaron a ceder sus garajes, sus graneros y sus buhardillas, e incluso las habitaciones de sus casas.
A los cadáveres de las personas que se iban incinerando en el cementerio, comenzaron a añadirse los de los animales que se morían y que, de no incinerarse pronto, podían producir una epidemia. Para alimentar a esa multitud, la alcaldía llevaba al pueblo, desde Arles del Tec y Perpiñán, carne, legumbres, conservas, azúcar, café, chocolate, pero de manera insuficiente porque para alimentarlos a todos hacían falta, por ejemplo y por mencionar un solo producto, 30 mil kilos de carne, una cantidad desmesurada para esa zona.
En estas condiciones heroicas resistió el pueblo de Prats de Molló hasta el 16 de marzo, día en que el gobierno francés se hizo cargo de la situación. Cuando finalmente se llevaron a los refugiados, para internarlos en diversos campos de concentración, el secretario nos cuenta: “El pueblo y sus alrededores han quedado devastados, pasaran muchos años antes de que vuelva a crecer la hierba y es urgente enterrar a todos los animales que se fueron muriendo por ahí, en medio del bosque, antes de que empiece a hacer calor”.