La esencia está en la calle
Desde que era bien pequeño y mis padres me llevaban a la feria, me he sentido atraído por los puestos de comida. Lo que allí se cocía me entraba por los ojos, no me podía resistir. Yo era de esos niños que pedía y pedía y casi nunca le daban. Algún capón caía, pero nada mollar. Le hincaba el diente a poca cosa. “Ya lo haremos nosotros en casa, que aquí no sabes lo que lleva”, decía mi madre. Como si rociaran las patatas con arsénico en lugar de salsa brava. Así que, lejos de colmar mis expectativas, la comida callejera se me quedó atravesada. Ahora, cada vez que viajo, trato de desquitarme. En mi caso, se añade otro factor a la ecuación: además de comer, me gusta ver cocinar. Asisto impasible al ritual del cocinero en los fogones. Ni pestañeo. Se trata de una coreografía mil veces repetida que, a mis ojos, siempre sale bien. Por eso, en los puestos ambulantes disfruto a dos carrillos: comida sabrosa y espectáculo por el mismo precio. Aquel pensamiento de mi madre quedó guardado bajo llave en el baúl de las leyendas urbanas, como la ley de las dos horas de digestión antes de bañarse.