Prosaica novedad
Ni el almibarado cuento dickensiano ni la cinematográfica pesadilla que produjo Tim Burton. La Navidad de 2018 ha pasado por ciertos hogares con toda la carga de fea cotidianeidad que trae el virus mutante, ora detonador de violentísima gastroenteritis ora heraldo de un resfriado paralizante; se convirtió la cena de Nochebuena en un torrente asqueroso de moco y vómitos para dejar el rastro de una resaca mortífera durante todo el 25 de diciembre. El fun-fun-fun no fue la onomatopeya más socorrida, sino ese achís repetido con la frecuencia de una ametralladora y la desesperada llamada a Juan, el duende escondido en el fondo del inodoro. La fecha más literaria del año, es decir, ha dejado una carga de prosaísmo ciertamente repugnante. Y no debe tomarse esta peripecia (sólo) médica como una enmienda a la totalidad de las fiestas, sino como una mera constatación, otra, de que la pequeña dimensión humana siempre prevalece sobre las más elevadas manifestaciones del espíritu. ¿Cómo brindar por el amor fraternal entre toda la Humanidad cuando las vías nasales sufren un atasco de hora punta y los intestinos están en rompan filas? La mesa lucía como debe hacerlo en los días de fiesta, cubiertos y cristalería ad hoc para cada ítem del menú, y un monumental Niño Jesús recibió en el patio a la veintena de comensales, que acudieron disciplinados a pesar de que algunos sufrían ya síntomas anunciadores del desastre que cernía sobre ellos. No faltó pues parafernalia civil ni religiosa, tampoco esos regalos que se debaten entre la encomiable generosidad y la compulsión consumista... pero es que no acompañaba la salud. A la hora de la Misa del Gallo, los más afortunados dormían mientras que los menos iniciaban una peregrinación cansina, de varias horas, de la cama al cuarto de baño. Otro año será.