Emilio de Justo, Puerta Grande de justicia divina
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En la suerte natural aguardaba el toro y se sabía la estampa perfecta. Hubo un silencio. Sepulcral. Preámbulo. Un estocadón vino después. Memorable. En sí una obra de arte, aunque cueste pensarlo, mucho más entenderlo. Lo hizo cumbre Emilio de Justo. En los tiempos, en la rectitud, en la sensibilidad para prender en el mismo hoyo de las agujas la estocada. La que determina la lealtad y el respeto al toro, que no vale todo, justo eso nos legitima de la barbarie. Una belleza descomunal tuvo aquello de tal manera que sobraba todo para el desenlace. Todo y todos. Solo De Justo y el animal, que había sido mucho. En el peto empujó y quiso hacerlo también detrás de la muleta. Tuvo casta, franqueza y largura, le faltó un punto de humillación en ocasiones, nunca falta de interés. Así la faena de Emilio de Justo, al que se esperaba, porque reaparecía en Madrid con los puntos frescos todavía de una cornada fuerte en Francia que le había taladrado el muslo y el corazón la muerte de su padre. Hay acontecimientos que sobrepasan. No resultó la faena rotunda, es cierto que se le ensució en ocasiones, pero sí impecable su puesta en escena, su verdad, abrumadora su entrega. Un chorro de emoción fue la manera de morir el toro. Un canto a la vida que encontró premio. Informal y sin entrega fue el cuarto. No importó, porque Emilio de Justo había dado el paso al frente antes. Antes de saber esto, o aquello. Antes de hacer el paseíllo incluso de vestirse de torero. Y por eso se puso frente al toro despojado del miedo, desandando el tenebroso camino de la cornada reciente, de la pérdida de su progenitor, desafiando al desigual animal, que nunca acababa de entregarse a la muleta, desafiándose a sí mismo. Dos coladas por el izquierdo nos pusieron en el disparadero y ya en el tramo final le metió en vereda ipso facto al toro y al público. Se ajustó y provocó en las manoletinas y se fue detrás de la espada. Otra vez. Empujaría el padre desde arriba para otro estoconazo de libro. Asomaron los pañuelos para no dejar lugar a dudas. Y el premio, que hacía la suma más bella del mundo, le abrió la puerta de la gloria justo a la espalda de los infiernos para irse de camino a la calle de Alcalá, cuando la noche ya había caído.