Dubrovnik de día, Dubrovnik de noche
En 1808, a la vez que Napoleón ocupaba España, hacía lo mismo en el otro extremo del Mediterráneo. Ese mismo año las tropas francesas invadían la República de Ragusa. O, lo que es lo mismo, Dubrovnik. Las poderosas murallas que habían protegido la ciudad durante seis siglos esa vez no sirvieron para rechazar al enemigo. 200 años después, quienes invaden cada día esas murallas son los viajeros. Recorrer sus 1940 metros de longitud, rodeando todo el casco histórico de la ciudad dálmata, es etapa indispensable en cualquier visita a Dubrovnik. El recorrido sólo puede hacerse en el sentido de las agujas del reloj. Eso garantiza la fluidez en las horas de mayor afluencia de turistas. 700.000 visitantes las recorren cada año.
Porque Dubrovnik es uno de esos tesoros que hay que ver una vez en la vida, al menos. Pasear por sus calles de mármol, admirar sus palacios barrocos, entrar en sus iglesias y monasterios, citarse en la columna de Orlando que preside la maravillosa plaza Luza... Llegada la primavera y a un paso del verano, los cruceros anclarán en su puerto y miles de personas pasearán de forma simultánea por el pequeño casco histórico, querrán hacer las mismas fotos y visitar los mismos monumentos. En alguna ocasión, paseando por sus estrechos callejones, he tenido que pegarme a la pared para no ser arrastrado literalmente por uno de estos grupos de turistas que deben ver la ciudad en unas pocas horas de escala.
Hay ciudades que "sufren" durante el día bajo las pisadas de miles de turistas acelerados. Pero que cambian radicalmente por la noche. Venecia es una de ellas. Dubrovnik, en menor medida, podría ser otra. Al caer el sol las calles cambian, se vacían. Podemos oír el sonido de nuestros pasos en el suelo del Stradun, el antiguo canal convertido ahora en la arteria principal que cruza el casco histórico de Dubrovnik desde la puerta de Pile, tomar algo en las terrazas cercanas a la plaza Luza, escuchar los sonidos de algún piano que ameniza el ambiente de un bar...