El último entrenador que desfiló por el banquillo de la Real antes que
Imanol,
Asier Garitano, fue testigo de las intenciones del club. El de Bergara admitió abiertamente en navidades en estas mismas páginas que
Aperribay le marcó el objetivo de tomarse la Copa, como mínimo, con la misma dedicación que la Liga. El rumbo se había desnortado tanto, que hizo falta una intervención ex profeso del presidente. Poco o nada cabe achacarle a
Garitano que aquella Real fuera eliminada en octavos de final porque ganó la única eliminatoria que dirigió. El título de la siguiente edición llena de razón el plan de
Aperribay y a su vez encumbra la vocación de
Imanol: desvivirse por una Copa que entiende como un deber profesional ineludible. Es imposible entender que durante tantos años se haya despreciado un lingote social de oro para el club. Una vía de atracción clarísima, una alternativa directa para seguir engrandeciendo el prestigio de la entidad. El auténtico logro de esta Real que apuesta ciega por la Copa traspasa el mérito de haber vuelto a ser campeones. Ningún aficionado que acabe de saborear estas miles del éxito perdonaría que a la Real se le vuelva a ocurrir tomarse la Copa como el interbares. Les ocurriría como a los que vieron el título de Zaragoza, generaciones que asistieron atónitas a años de plomo, una sinrazón. Primero
Aperribay y, desde luego,
Imanol, han liderado un peregrinar apasionante, generacional, por un torneo que otra vez abarrota el depósito de la esperanza. Anoeta fue reformado para noches como la del miércoles. Para empujar a un equipo campeón.
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