Vivir el principio de maravilla
La luz de las velas surgían como el silbido de un monstruo devorador. Nunca una pequeña llama, ese tenue fulgor nervioso y agitado, había dejado ver tantos horrores. La oscuridad le asustaba, pero la luz, ¡esta luz!, era todavía peor. El iluminador Colin Chadelve estaba en su estancia trabajando en imágenes de horror y tortura con las que dar forma al apocalipsis. Había dormido y trabajado en esa misma estancia desde principios de 1313 y 162 miniaturas después, todas aquellas imágenes parecían haber cobrado vida y perseguirle. Los rojos eran violentos y amenazadores, los azules vivos, arremolinados, a punto de caer encima suyo, y los amarillos eran doradas cuerdas lanzadas para azotarle desde todas las coordenadas. Sólo si dibujaba sentía cierta calma, como si los monstruos le perteneciesen y no pudiesen dañarle nunca controlados por su voluntad.
Pero aquella noche estaba trabajando en la última ilustración del infierno, y sentía que después todo el horror camparía libre para atormentarle. Y la luz, la luz era más intensa que nunca y lo veía todo, lo oía todo, lo sentía todo, y no podía mantener la serenidad. El último oro cayó para cubrir la tempesta de la trompeta y Chadelve, angustiado, sabía que había terminado el libro. Antes de que pudiera ver qué ocurriría con él, se giró como el fuego y apagó las velas para quedarse para siempre a oscuras. El negro lo cubrió todo, pero, en segundos, las ilustraciones de su «Apocalipsis 1313» empezaron a lanzar luz y belleza desde el corazón de sus páginas. Qué códice tan excepcional. Pensar que siete siglos después podemos disfrutar todavía con sus milagros.